La matricula de mar: un impuesto de sangre sobre los pescadores gallegos del siglo XVIII

José Manuel Vázquez Lijó. Universidade da Coruña
La matrícula de mar, una de tantas muestras del reformismo borbónico, tuvo importantes consecuencias, no sólo militares, sino también socioeconómicas, ya que implicó el registro, el control y la regulación de los servicios a la Corona del colectivo más numeroso de las tripulaciones de los navíos del rey. Esta flota fue construida y mantenida por otra clase de matriculados, los carpinteros de ribera y los calafates, el grueso de la llamada maestranza de los arsenales.
Con base en un modelo institucional francés (el systeme des classes), tras un precedente fallido en la década de 1620 por graves problemas de gestión administrativa, un siglo después se sentaron los cimientos del nuevo régimen de inscripción, cuyo principal objetivo fue controlar a todos los profesionales del mar aptos para campañas navales, lo que nunca se alcanzó plenamente. En una instrucción de 26 de agosto de 1726 se dispuso el registro de embarcaciones, de maestranza y, sobre todo, de marinería para dotación de la flota adscrita a los tres departamentos navales recién creados.
Los malos resultados de estas primeras matrículas justificaron una serie de exenciones y gracias puestas en vigor en 1737 para fomentar el alistamiento y reducir lo más posible las tradicionales vías de suministro de tripulaciones: las levas forzosas y el voluntariado.
Tras la guerra del Asiento (1739-1748), toda una piedra de toque de la eficacia militar del nuevo sistema y que en el departamento de Ferrol gravó desproporcionalmente a la marinería gallega debido a la exención de las provincias vascas en materia de matriculación, ésta fue definitivamente consolidada mediante la implementación de la ordenanza de matrículas de 1 de enero de 1751, en vigor hasta 1800.
Los hombres en la franja de edad 14-60 años fueron clasificados en tres grandes segmentos: la marinería de servicio, los inhábiles y los muchachos. La primera (el grueso de las tripulaciones) fue categorizada por méritos militares y capacitación náutica en oficiales de mar, artilleros, marineros y grumetes. Los segundos comprendieron tanto a los jubilados, bien por edad (sexagenarios y más ancianos), bien por campañas (un mínimo de 30 años de servicio en la Armada “con asiento claro y sin nota de deserción”), como a los inválidos, con derecho a pensión sólo en los casos de imposibilidad física a consecuencia del servicio naval. Por último, los muchachos (de 9 a 14 años de edad), considerados semillas de una marinería que fructificaron muy por debajo de las necesidades de la Armada.
Fuente: Mariano R. Sánchez, Vista del Arsenal de Ferrol, 1797. Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (inventario 0399)
Dicha ordenanza estableció un sistema de recluta basado en la rotación de cuadrillas de matriculados, los cuales, sobre el papel, vieron confirmados derechos y privilegios de distinta índole: retributiva (sueldos, dietas y pensiones), jurisdiccional (fuero de Marina), fiscal (exoneración de alojamientos y bagajes), militar (exención de sorteos de quintas y milicias) y económica: la teórica exclusividad de los inscritos para ejercitarse en los oficios marítimos. A menudo estas contraprestaciones fueron erosionadas por las justicias ordinarias y por los mandos del Ejército, y a última de ellas, en particular, llegó a lesionar los intereses de los gremios de mar, que en circunstancias de extremo déficit de mano de obra autorizada llegaron a solicitar su suspensión temporal.
El régimen de la matrícula alteró el mercado laboral del mar pues la demanda recursos humanos por parte de la Armada restó trabajadores a todos los sectores de la economía marítima. El margen de maniobra de los patrones pesqueros fue inferior al de los armadores del gran comercio y del corso que recurrieron con frecuencia al empleo irregular de tripulantes. Lo prueba el hecho de que hacia 1790 la provincia marítima de Pontevedra, eminentemente pesquera, con aproximadamente 3.500 matriculados hábiles triplicase el censo respectivo de la provincia gaditana, cuya capital seguía siendo la principal base del tráfico colonial español.
Por entonces, el descenso de los matriculados considerados de servicio en paralelo al alza del registro oficial de embarcaciones de propiedad privada, fue sintomático del fraude en este régimen y guarda relación con la falta de poder coercitivo y con las corruptelas de las autoridades locales competentes en asuntos de Marina. El litoral de Galicia, donde se enclavaban decenas de modestos puertos, aportada casi una cuarta parte del total de efectivos españoles de esta clase (en torno a 35.000 hombres). Eran insuficientes para dotar, conforme al reglamento, una flota de guerra compuesta por más de un centenar de unidades, entre navíos de línea y fragatas, y que en la coyuntura bélica con que se cerró el siglo el siglo XVIII y se abrió el siguiente, padeció una sangría masiva de prófugos. Las deserciones entre los matriculados respondieron en buena medida al desequilibrio entre sus deberes militares y sus contraprestaciones, en particular, las salariales, que se pagaron tarde y mal.
De ahí el rechazo popular por un servicio naval que robó las mejores primaveras a miles de hombres, pescadores en su mayor parte, y que se cobró un sinfín de prisioneros, de mutilados y de víctimas mortales. La mayoría de estos óbitos no fueron consecuencia directa de combates ni de naufragios, sino debidos a enfermedades causadas por las pésimas condiciones de vida de tripulaciones hacinadas en espacios insalubres, mal alimentadas y peor vestidas durante campañas casi interminables en tiempos de guerra.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS: