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Príncipes y señores eclesiásticos. Los arzobispos de Santiago en la época moderna

Fernando Suárez Golán, doutor en Historia e investigador da Universidade de Santiago de Compostela

 

Gracias a los efectos simbólicos derivados del culto a los restos del apóstol Santiago el Mayor y favorecida por los privilegios que los reyes de León le prodigaron durante la edad media, la Iglesia compostelana destacó en el Antiguo Régimen sobre las demás diócesis de la corona de Castilla. el arzobispo de Santiago de Compostela era el de mayor rango en el Reino de Galicia, por lo que el eclesiástico que accedía a esta dignidad durante la época moderna lo hacía a partir de un ascenso procedente de otra diócesis lo que, salvo contadas excepciones, marcaba una radical diferencia con las otras cuatro diócesis gallegas, que actuaban a menudo como sedes de inicio de la carrera episcopal.

La diócesis era extensa ―más de ciento cincuenta kilómetros de un extremo al otro―, pero sobre todo fragmentada: más de un millar de parroquias repartidas por un terreno montañoso y mal comunicado. Santiago era, además, la cabecera metropolitana de un tercio de las diócesis de la Corona de Castilla y de ella dependían directamente varias vicarías en León y Zamora.

Desde el Concilio de Trento hasta 1840, el origen foráneo fue una característica común a casi todos los arzobispos compostelanos del período, como también su ascendencia nobiliaria o hidalga. Su posición socialmente dominante y el poder que ostentaban estos prelados se sustentaba sobre la base de los privilegios recibidos en el transcurso de los siglos medievales ―como el título de capellanes mayores de la capilla real― y resultó reforzado, junto con su autoridad episcopal, tras la reforma tridentina del siglo XVI. A todo esto contribuía la enorme y compleja base económica, justificada por el culto jacobeo y construida sobre un ingente flujo de rentas de diverso tipo ―y, en particular, del Voto de Santiago―, que situó a la mitra compostelana entre las tres más ricas de Castilla, solo superada por las rentas que percibían los arzobispos de Sevilla y Toledo.


Hasta el final del Antiguo Régimen, el arzobispo de Santiago se situaba, en la cima del poder señorial en Galicia. A pesar de que la figura de estos prelados, príncipes en lo secular y lo eclesiástico, podía parecer alejada del pueblo, los arzobispos también se hacían presentes en la vida cotidiana tanto de los vasallos de su dominio jurisdiccional, como también de los restantes vecinos del archidiócesis a través de sus representantes. Es decir, mediante el recurso frecuente a vicarios, visitadores y obispos auxiliares, y a través de una retícula de organismos subalternos de carácter judicial, fiscal y religioso encargados de transmitir la imagen del poder de la Iglesia del apóstol, cuyos derechos y privilegios eran, a su vez, celosamente custodiados y defendidos por el cabildo metropolitano.

Durante la época moderna, hubo prelados ausentes, otros más pendientes de sus responsabilidades cortesanas y tampoco faltaron los que, ciñéndose a una pastoral de corte más burocrático, se limitaron a cumplir con sus deberes. Pero, frente a esto, sobresalieron también algunos arzobispos que, bien por el tiempo que permanecieron al frente de la archidiócesis, bien por su personalidad y por su concepción de la alta misión que les correspondía. Estos últimos desplegaron una amplísima actividad que se tradujo en facetas muy diversas, pero siempre estrechamente ligadas a la promoción de la mitra arzobispal y a la exaltación de sus titulares y de su poder.

Algunos de los arzobispos compostelanos, como fray Antonio de Monroy, estaban dispuestos a pelear por su preeminencia y lo manifestaban sin disimulo. Así, permanecían perpetuamente enredados en pleitos, en agrias polémicas con el cabido, con alcaldes y oidores excomulgados, con las autoridades regias o con el propio monarca y cuantos osaban cuestionar su supremacía o la del papa. Algunos compartieron postulados, sino en la defensa de la supremacía pontificia, sí en el reforzamiento del poder episcopal, aunque no todos fueron tan beligerantes, tuvieron numerosos enfrentamientos con el cabido y el clero, que serían resueltos en la década de 1740 por don Cayetano Gil Taboada. Entonces se abrió un nuevo período que culminaría en la firma del concordato de 1753, en el reinado de Fernando VI, y el regalismo carolino que lo siguió, representado en Santiago por don Bartolomé Rajoy y fray Sebastián Malvar.

Todo esto, no obstante, comenzó a desmoronarse cuando algunos diputados de las Cortes de Cádiz reclamaron que se desterrara de la nación el sistema de dominio feudal que tiranizaba a muchos pueblos de la península y, particularmente, a los del reino de Galicia, iniciando así el debate previo al decreto de abolición de los señoríos en 1811. Poco después, seguían el mismo camino las rentas que habían convertido a la mitra compostelana en la tercera más rica de la corona de Castilla durante todo el Antiguo Régimen. Las piruetas del cabido intentando perpetuar el voto, haciéndolo pasar por renta real o eclesiástica según mejor conviniera, no sirvieron de nada. Desposeídos de su enorme riqueza, la abolición del régimen señorial había privado también a los arzobispos de una dimensión jurídica y política que se agravó aún más con el traslado de la capital provincial a la Coruña en 1834. Para culminar el desastre, tras el concordato de 1851 la archidiócesis compostelana perdió los territorios y la condición de metropolitana de las diócesis de fuera de Galicia, lo que, sin tener una repercusión material significativa, tenía una fuerte connotación histórica.

En fin, en medio de las contiendas bélicas y las luchas políticas, a sede apostólica y metropolitana de Santiago de Compostela perdió, durante la primera mitad del siglo XIX, casi todos los elementos de alto valor simbólico que sus prelados habían acumulado desde tiempos de Diego Gelmírez y que la distinguían y elevaban entre las demás Iglesias de España. O deterioro económico significaba la drástica reducción, incluso la paralización, de los proyectos y actividades que antes habían impulsado los arzobispos, si bien estos ―a la sombra del apóstol― consiguieron mantener, al fin y al cabo, una considerable influencia ideológica en una ciudad en letargia, adormilada y dominada por los sectores tradicionalistas y conservadores.

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